En Carloncho (vida y muerte de un galán de telenovelas), el trabajo unipersonal de Nicolás Cambas, dirijido por Fernando Acosta, seduce al público al parodiar la propia seducción, el discurso amoroso y la maquinaria comercial que hace del amor un constante simulacro. Los medios masivos, la música romántica, la telenovela, el consejero radiofónico del corazón y, por extensión, toda la industria de la cursilería son los blancos a los que el actor y dramaturgo dirige sus pedradas de humor. El resultado es un libreto muy crítico respecto a las formas hegemónicas de representación (un texto agudo, escrito con empeño, pero sin densidades dificultosas) así como una caracterización desenvuelta y bien trabajada que no confía solamente en la habilidad de este muy hábil clown. En el graderío, mujeres, hombres y niños (aunque el anuncio advierte que se trata de una obra para adultos) siguen cada paso y cada palabra del monólogo pues la obra no solo acierta en visualidad y expresión sino también en secuenciación. El amor, su enunciación caricaturesca, su altisonancia recargada, nos hace estallar en risotadas.
Carloncho se desplaza por el escenario con el desparpajo de un sex symbol venido a menos que quiere creer -y hacer creer- lo contrario. Sus guiños, sus gestos y su voz galante resultan cómicas por lo patético de su impostura y su hiperbólica seguridad. El personaje protagónico es, sin embargo, una especie de figuración desplazada, una proyección de otro personaje, de otra voz: Roberto, un detective que pretende cambiar el mundo y el sistema sociopolítico por medio de su alter ego, Carloncho. Su estrategia es nublar el entendimiento de la gente a través de un arma muy poderosa: el amor o, más precisamente, el discurso que envuelve al amor. Al iniciar la obra, Roberto duda si, para cumplir su ideal maquiavélico, debe elegir un personaje de cuento de hadas o un personaje de ciencia ficción. Se pone la máscara de caperucita y enseguida la reemplaza por la de un extraterrestre. Pero no, ni la fantasía canónica ni las elucubraciones seudo-científicas pueden competir contra el poder del melodrama televisado. Así, Carloncho no nace de los grandes relatos (ni literatura moral, ni ciencia orientadora), nace del imaginario latinoamericano de masas, del rating y del marketing cuyo público objetivo son los corazones solitarios.
No obstante, la serie de disparates verbales y escénicos que compone la obra obedece a un giro que, al desajustarse de algún modo del título que lleva el trabajo, sorprende al espectador. La obra no trata, en efecto, de un galán en medio de una telenovela sino de un galán que ha fracasado en la televisión y protagoniza un programa de radio cuyo único tema es, como era de esperarse, el amor. El galán de telenovela fue un galán exitoso en los 80′s o al menos eso dice. Se trata de una puñalada más de esta obra a la charlatanería de los medios y la adicción a los ídolos prefabricados.
Carloncho lleva nariz de payaso, peluca deshilachada, camisa abierta para mostrar el pecho. Se pasa la mano por el cabello con reiteración enfermiza, se acomoda la camisa una y otra vez, señala y guiña el ojo, se mueve sobre las tablas como si en cualquier momento fuera a dar un salto inesperado o a bailar (de hecho, en varias partes de la obra el actor baila y canta épicas baladas del recuerdo). Son las 3am, a esa hora inicia su programa centrado en preguntar y respuestas alrededor del enigma del amor. En medio del escenario lo espera su destartalado escritorio con plumas en lugar de micrófono y una vela que recuerda la llama de la pasión (que el personaje constantemente juegue con su llama y se queme cómicamente añade un detalle más al tema del amor).
La idea de la ridiculización del melodrama, que uno espera por el nombre de la obra, se esfuma desde ese momento pues asistimos a un programa de radio delirante. El personaje recibe llamadas del público. En el graderío pasa de mano en mano un plumero que hace las veces de micrófono entre los espectadores que así se vuelven radioescuchas y participantes del programa. La capacidad para improvisar de Cambas hace de cada llamada un nuevo momento cómico. A las mujeres las coquetea descaradamente (les pregunta, por ejemplo, qué es lo que llevan puestas), a los hombres los ridiculiza, así afirma su condición de galán. Esta es la parte de la obra en la cual las carcajadas suenan con más fuerza pues la participación del público ante la pregunta de qué es el amor, carga la obra de incertidumbre y momentos incómodos que se resuelven, de nuevo, en risa.
Las llamadas del público se disuelven en el regreso de la voz de Roberto. Como en una especie de retorno de lo reprimido, el detective aparece de nuevo en escena y presenta una versión hilarante del inconsciente: una langosta de esponja en la cabeza, movimientos que quieren ser hipnóticos pero resultan ridículos, un discurso esotérico que, una vez más, se ancla en el amor como solución. Lo interesante de la obra es que el metarrelato del amor intenta ser deconstruido por la insistencia humorística en las inconsistencias de su propio discurso. La crítica no se refiere a un discurso puntual pues la obra no presenta o relata historias o situaciones de amor concretas sino que prefiere ridiculizar las relaciones amorosas a través de su espectacularización.
En algún momento, el personaje saca un montón de almohadas y dice que, algunas veces, antes de hacer el amor hay que hacer la guerra. De ahora en adelante, añade, la única guerra permitida será la de almohadazos. La audiencia recibe las almohadas lanzadas desde el escenario y todos empiezan a jugar, darse de almohadazos y reír. La facilidad para la improvisación del protagonista incluso se sobrepuso a la caída de la computadora -de un almohadazo- que controlaba el sonido de la obra. El desbarajuste fue aprovechado por Cambas para causar aún más risas pues hizo que el público tararee la música triste que lleva la obra a su final.
El enfrentamiento con su otro yo lleva a Carloncho a la muerte. El predicador del amor debe morir -¿resonancias bíblicas? ¿melodrama kitsch?- y la desaparición final del personaje es tanto una liberación (del discurso seductor sobrecargado y la cursilería) como un momento de extrañeza que recuerda esa vuelta a la realidad que se da tanto después del teatro como después del amor.
Obra de teatro clown de Nicolas Cambas y dirigida por Fernando Acosta
JUAN MANUEL GRANJA
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